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La desoccidentalización del mundo (y II)

Después de Occidente, ¿qué
orden mundial?

Por
Christophe Jaffrelot, director de investigación del CNRS (Centro nacional de
investigación científica, en sus siglas en francés) y Pierre Hassner
investigador asociado en la Facultad de Ciencias Políticas
El autor del artículo juzga el mundo mucho menos «desoccidentalizado» desde el punto de vista de los valores políticos, que desde el punto de vista de los modelos económicos, ya que , pasando
de la economía política a las relaciones internacionales, Christophe Jaffrelot
considera que los
conceptos occidentales perduran en el orden político. 
La
presidencia francesa del G20 ha demostrado mientras tanto la mayor presencia de los países emergentes, que parecen hoy día decididos a que no se tome ninguna decisión
internacional sin ellos, o lo que es lo mismo, que las decisiones tomadas sean
conformes a sus intereses. Algunas referencias históricas mencionadas por Jaffrelot limitan el camino recorrido por los famosos “BRIC” (apelación de
2003 de Brasil, Rusia, India y China) convertidos luego en los “BRICS” (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Una primera reunión en Rusia, que pasó inadvertida en 2009, les ha permitido lanzar una “simple” llamada a un mundo
multipolar. En una segunda reunión en Brasil en 2010 estos países se han centrado en  discusiones geoestratégicas donde no se trataba tanto de proponer soluciones
como de decir lo que no era preciso hacer (como referencia la oposición a las sanciones
contra Irán). La dimensión política de estas reuniones se ha desvelado
plenamente evidente con la organizada en China en 2011 a partir de una
invitación de África del Sur. Constituir una de las fuerzas no occidentales del
mundo es a partir de ahora el criterio de pertenencia al “club”.
Los países emergentes agrupados en esta nueva configuración han denunciado claramente iniciativas votadas en la ONU por los países occidentales. Sin embargo, su visión del mundo es mucho menos homogénea de lo que podría creerse. Por parte de estos países, hay ciertamente una voluntad compartida de convertir su peso económico en potencia política dentro del contexto de sociedades muy
polarizadas, en las que por un lado están las élites fuertemente globalizadas y por otro lado una pobreza masificada que
perdura. El deseo de desalojar a Occidente de las posiciones de poder que todavía ocupa, a fin de redibujar el orden mundial existente, encuentra sus raíces en
una forma de resentimiento donde una “capacidad de contaminar” está destinada a impedir a Occidente dominar el juego cuando todavía puede hacerlo.
Continúan sin embargo prevaleciendo
varias concepciones “clásicas” de las relaciones internacionales. Los liberales
saludan la integración de un país emergente como China en el concierto
internacional, que hará de ella un “stakeholder” honorable y competente. Se
deriva de ello una nueva polaridad Norte contra Sur tal como la descrita por el
profesor de Harvard Samuel Hungtinton. Otro análisis describe una lucha por la
hegemonía entre EE.UU y China salida de una multiplicación de centros de poder
a nivel mundial. Si bien no se trata tanto de hablar de multipolaridad como de
a-polaridad. P. Hassner prefiere este término “a-polaridad” y recoge el
análisis anterior como una desconfianza de los países emergentes hacia ciertos
principios del derecho internacional en los que ven un medio de prolongar el
imperialismo occidental. Estima también que los países emergentes están muy
sujetos a la supremacía del Estado o de la comunidad, y no a los conceptos de “comunidad
internacional” o “gobernanza mundial”. Invita Hassner a no subestimar los
conflictos entre países emergentes, la “flexibilidad” o la “fluidez” que
resultan de sus posicionamientos. Refiriéndose a los recientes trabajos de
Charles Grant, director del Think Tank británico Centre for European Reform, indica que si China se muestra hoy en
día interesada por una evolución de la gobernanza económica mundial, Rusia mantiene
una forma de responsabilidad compartida sobre cuestiones de seguridad con los Estados
Unidos. Pero esta causa no encuentra más que indiferencia por el lado chino. 
Las consecuencias de esta
mutación para Occidente son delicadas de evaluar. Hassner avanza la hipótesis,
junto con la de una nueva forma de guerra fría frente a frente, de un
recrudecimiento de la anarquía. El pasaje de un “universalismo europeo” al “universalismo
plural” querido por el sociólogo de Yale, Immanuel Wallerstein, por la
intermediación de un diálogo entre “antiguos” y “modernos”, o apoyándose en
tradiciones democráticas comunes (entre Europa e India, como ha querido
demostrar Amartya Sen), queda para él como una utopía que no se convertirá en
realidad más que al precio de tensiones muy importantes.
La desoccidentalización sin
la regionalización

Por
Hubert Védrine, antiguo ministro de asuntos exteriores 
Para
comprender el proceso histórico en curso, la verdadera referencia no es la
caída del muro de Berlín sino la desaparición de la URSS en 1991. Ha seguido a
este acontecimiento un periodo de 10 años de euforia en los que Occidente se ha
visto dueño del mundo y ha vuelto a creer, injustamente, en el concepto  vacío de “comunidad internacional”. El largo túnel
de “la guerra contra el terrorismo”, desencadenado por Bush después de los
sucesos del 11 de septiembre de 2001, ha conducido a Occidente desgraciadamente
a centrarse en esta problemática y a ocultar el verdadero fermento del cambio,
precisamente el fin del monopolio del poder antes detentado por Occidente. Sin
una comprensión histórica fina, las negociaciones no pueden ser hoy día más que
laboriosas con las potencias emergentes, o más bien reemergentes, con excepción
de Rusia que Védrine rechaza alinear en la categoría de los “BRICS”. Él cree
que el spleen de un Occidente cogido
a contrapié en un mundo que ya no controla más explica la degeneración de una
parte de los Republicanos americanos con los Tea parties. Otro error, según Hubert Védrine, consiste en creer que
los países emergentes forman un conjunto homogéneo que puede decidir en lugar
de Occidente. Estos países sufren desventajas reales mientras que el
crecimiento de 2 cifras está detrás de ellos. No se limitan a los 5 que se
citan siempre pero representan a un grupo compuesto de 50 o 60 miembros con
todas las disensiones entre ellos que eso supone en una nueva forma de “pelea
mundial”.
Védrine
plantea la constatación de una desoccidentalización relativa en la que los
Estados Unidos conservarán una forma, ciertamente atenuada, pero forma al fin
de líderazgo. La paradoja se sitúa en la apropiación por los países emergentes de
técnicas económicas puestas en marcha por Occidente, pero también de sus
ideas. Occidente no puede extraer de ello gloria o vanidad porque la democracia
no es en verdad ya su herencia. La democracia no se ha convertido más que en “una
vía entre otras de la modernidad” para los países emergentes, según H. Védrine,
refiriéndose a sus críticas de los fallos como la parálisis del sistema
político americano en razón al desmoronamiento de la financiación de las
campañas electorales por la Corte Suprema. Se augura en particular una
influencia occidental casi nula, de cara al devenir de las revoluciones árabes.
Hay que tomar conciencia de todo
esto, pero sin caer en el arrepentimiento y todavía menos en la expiación
geopolítica. Si bien la Unión Europea ha realizado grandes cosas, no es y no ha sido
jamás, un modelo para el resto del mundo. Védrine echa de menos una respuesta
occidental insuficientemente sólida para las inquietudes de las poblaciones. El
enfoque occidentalista llevado por los neoconservadores americanos es erróneo.
Ven en Occidente una entidad amenazada por el mundo musulmán, incluso cuando no
es islamista, y por el desafío chino. Toda divergencia sobre el plan
diplomático se encuentra prohibida y una política extranjera más autónoma, como
la dirigida en Francia bajo la 5ª República, no puede ser considerada más que
como una amenaza. Una visión tal, agrava
el riesgo de un enfrentamiento entre civilizaciones, a evitar a cualquier precio,
y precipita una apuesta sobre la línea de Occidente.
El discurso del primer año
del Presidente Barack Obama (su práctica de un centrista hábil) es para Védrine
la hoja de ruta posible para los próximos 20 años. Supone “reaprender” el mapa
del mundo y conocer más precisamente los intereses particulares de tal o cual
país.
En todas las reuniones internacionales
(G20 y otras) y sobre todos los temas, el ideal reside en la búsqueda de un
consenso entre “grandes Europeos” compatible con la agenda americana. Una
posición como ésta debe igualmente poder reunir a uno o dos de los “grandes
emergentes”, pero también algunos de talla más reducida. Eso impedirá toda coalición
de estos últimos. Occidente no tiene vocación de abandonar pura y simplemente
el terreno internacional y el dominio de la mundialización concluye el informe. 

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